«EL HIJO DE GRETA GARBO»

 

La editorial Austral ocupa un lugar preferente en la educación sentimental de los lectores de este país y que una editorial así, hija de aquella mítica Colección Austral, se empeñe en reeditar las obras más importantes de Francisco Umbral en tiempos tan difíciles para el libro como este en el que vivimos es algo que todos los amantes de la literatura debemos celebrar. Pero si además esos amantes de la literatura son vallisoletanos el motivo de celebración debe ser doble, ya que Umbral no sólo es un gran escritor sino que hizo de nuestra ciudad uno de los lugares míticos de su literatura. Fue aquí donde pasó su infancia en compañía de su madre, donde se abrió por primera vez a los misterios de la sexualidad, la orfandad y la muerte, y fue en sus bibliotecas, donde empezó a leer y descubriría muy pronto su vocación de escritor.

 

Y si bien es cierto que Francisco Umbral debe a Valladolid la memoria de esos primeros años tan esenciales en la formación de un escritor, pues la literatura es básicamente memoria y, de forma especial, memoria de la infancia, no lo es menos que nuestra ciudad le debe algunas de las páginas mas bellas y perturbadoras que se han escrito sobre ella. Eduardo Haro Teglen dice que el verdadero realismo es dar en la página la realidad que la vida oculta, y Umbral ha sido el cronista de esa vida oculta de los vallisoletanos, especialmente durante la época sombría de la posguerra t el franquismo. Novelas como Los males sagrados (1973), Los helechos arborescentes (1980), El hijo de Greta Garbo (1982), Las giganteas (1989), o Las señoritas de Aviñón (1995), hacen de nuestra ciudad un espacio semejante a Vetusta, Yoknapatawpha, Comala,Santa María o Macondo.

 

“La infancia escribe umbral, es la única novela que todo hombre lleva completa y cerrada dentro de sí (…). Todo está haciéndose y deshaciéndose en nuestra vida, menos la infancia cerrada para siempre. Las otras novelas hay que hacerlas: la novela de la infancia se hace sola”. Y esta es la impresión que tenemos al leer las novelas vallisoletanas de Umbral, que no ha tenido necesidad de ir a buscar sus personajes ni sus palabras, sino que unos y otras han llegado a las teclas de su máquina de escribir como si antes de haberlas escrito las hubiera soñado, en el sentido en que suele decirse que no somos dueños de nuestros sueños. Rosa Chacel, dice que escribir es el deseo de irse por los tejados, y eso es la literatura para Umbral, un deambular interminable por los tejados y las azoteas de la realidad. No es extraño que tantas veces sobre todo en sus novelas, no sepamos adónde nos lleva, Es posible que ni él mismo lo supiera, aunque no creo que le importara demasiado. Como el jinete protagonista de una de las fábulas de Kafka su única meta es salir, huir de la severa ley del padre y abrirse a los campos infinitos del deseo. Umbral es como esos niños, que enviamos a por un recado y que no regresan o que lo hacen con una cosa muy diferente a aquella que les habíamos pedido. Como Jack, el protagonista de Las habichuelas mágicas, no le importa cambiar una vaca por unas habas. Unas habas que, como pasa siempre con la gran literatura, siempre son mágicas y tienen el poder de abrirnos a otros mundos ampliando el espacio de lo real.

 

Un relato de los judíos jasidim cuenta la historia de un rabino paralítico que una tarde, hablando con pasión de la afición al baile de su viejo maestro, se levantó de la silla y se puso inesperadamente a bailar. Algo así hace Umbral con su escritura, ocuparse de todo lo que está herido, y devolverlo a la vida gracias a la magia oscura de las palabras. Umbral transforma en escritura todo lo que toca. Es su forma de redimir a la realidad de sus miserias y de revolverse contra las afrentas de la vida. Coleridge tiene un poema en que su poeta se trae una rosa de sus sueños, y Umbral recorre con su literatura el camino inverso. Coge la rosa real y la transforma en una rosa soñada. Esa es la tarea que lleva a cabo en sus dos libros más hermosos: El hijo de Greta Garbo y Mortal y Rosa. Son libros que dedica, respectivamente, a su madre y a su hijo muertos. Umbral los toma de la vida real, y los lleva a ese mundo de sueños que es la literatura: un lugar ajeno a la muerte.

 

Claudio Magris ve en las andanzas de Ulises una metáfora del esfuerzo del hombre occidental por construir su propia soberanía. Ulises debe renunciar para conseguir lo que quiere a las sirenas, a Calipso, y a la flor de Loto, es decir a todo aquello que podría arrastrarle a la sagrada indiferencia de lo natural. Francisco Umbral es ese Ulises que regresa, pero que no quiere renunciar al canto de las sirenas, ni al sabor de las flores de loto, ni a las promesas de inmortalidad de Calipso, ni a contemplar el mundo desde el único ojo del cíclope. La literatura para él guarda la memoria de todo eso.

 

En su prólogo a su novela Los males sagrados, Umbral define dos tipos de escritores según la relación que mantienen con su infancia: El escritor bastardo y el hijo pródigo. El primero, busca dejar su infancia atrás, abrirse a una vida nueva, ajena a los delirios de la imaginación; el segundo, necesita volver una y otra vez al pasado en busca de algo que siempre termina por eludirle. El escritor bastardo, se refugia en lo objetivo; el hijo pródigo, en la subjetividad. Estas actitudes dan lugar a dos tipos de miradas sobre el mundo: la mirada realista y la lírica. La mirada del escritor bastardo es la mirada de la inteligencia, del que cree en la posibilidad de una comunicación racional entre los hombres, y, a través de ella, de una elación entre el lenguaje, el pensamiento y el mundo; la del hijo pródigo es la del visionario, la de aquel que descubre un hiato entre él y las cosas, que sólo el ejercicio de la imaginación puede ayudarle a salvar.

 

Ni que decir tiene que Umbral pertenece a esta segunda estirpe. Paul Klee dijo que la misión del arte no es representar lo visible, sino hacer visible lo que no vemos. Pues bien, la obra de Umbral surge de ese mismo deseo de visión, de otorgar, como quería Novalis, a lo cotidiano la dignidad de lo desconocido. No se trata de un capricho. Para Umbral no hay una continuidad entre conocimiento y acción, sino un abismo irónico. A su manera es un griego. Por eso, a la banalidad consumista del mundo actual, Umbral opone su idea de la vida como tragedia. No es posible leer a Umbral sin sentir la presencia constante, avasalladora de la muerte. Todos sus personajes pertenecen a la parte maldita del mundo. Todos son el mismo, pues Umbral es de esos escritores que se proyecta sin cesar en sus libros. No es una crítica. Narciso es una criatura trágica, Se detiene ante la imagen que proyecta en el lago y quiere desvelar su enigma. Hay en él un deseo de conocimiento que le llevará a la muerte. Umbral sabe que ese reflejo que busca son las palabras. Pocos escritores tan tocados por la gracia del lenguaje, tan ligados a él y a la vez tan irremisiblemente condenados por utilizarle.

 

Hace años, en un programa de televisión una conocida locutora entrevistó al escritor. Ella buscaba la polémica y, ante sus preguntas, mas propias de un programa del corazón que de uno literario, Umbral se defendió repitiendo que él había ido a aquel programa a hablar de su libro. El hecho fue juzgado como un acto de presunción, pero Umbral estaba diciendo algo tan justo como doloroso: que él era sus libros  y hablar de ellos era hablar de si mismo. La imagen que Narciso veía en la superficie del agua estaba hecha de palabras, pues ser hombre es no poder abandonar el lenguaje.

 

Liríope, la madre de Narciso, decidió consultar al vidente Tiresias sobre el futuro de su hijo. Tiresias le dijo a la ninfa que Narciso viviría hasta una edad avanzada mientras nunca se conociera a sí mismo. Escribir es buscar ese conocimiento trágico. Umbral lo hace convocando la fuerza reparadora del Eros. Es el hijo pródigo. La literatura es el regreso a la infancia, restaurar nuestros vínculos con las cosas; es decir, transformar el lenguaje en lenguaje. La literatura de Umbral remite a los juegos peligrosos de la infancia, esos juegos en que se vislumbran verdades más intensas que el conocimiento. Eros es comunicación sin fin, el reino de la libertad. Su don es la metáfora, que nos dice que nada es una  sola cosa y nos obliga a hablar sin parar. Canetti dijo que en los juegos verbales cesa la muerte, y esa es la búsqueda esencial de ese gran estilista del lenguaje que fue Francisco Umbral.

 

Es evidente que Umbral disfrutaba escribiendo, y eso se nota en su prosa. Disfruta con su don como el trapecista que asciende a lo alto de la carpa disfruta con el ejercicio de sus habilidades. Pero hay en él una herida que nada puede curar. Una herida que habla de orfandad, ausencia y fracaso. Se parece a Narciso, pues los libros son nuestro reflejo en el mundo. Narciso al morir se transforma en una bella flor, y Umbral nos entrega el jardín doloroso y vibrante de su prosa. En esa prosa cabe todo, la crónica histórica y los sueños de la subjetividad, las santas y las prostitutas, los señoritos y los mendigos, los muertos y los vivos, los niños y sus dobles secretos, la madre viva y la madre muerta. Es eso lo que se ve en Umbral cuando se inclina sobre el espejo del lenguaje y contempla su rostro. Un presente infinito donde todo está sucediendo a la vez. Por eso no puede dejar de contemplar su reflejo en el lago, porque guarda la memoria de todos esos otros que nos habitan y sin los cuales no seríamos nada.

 

 

– Gustavo Martín Garzo-